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CAMBIO DE ALIENTO: LAS VENAS DEL PRESENTE
A la zaga del Satie de la «musique d’ameublement», de cierto Cage o de algunos de los más fértiles minimalismos, lo que antaño llamaríamos música, devino plasma sónico, materia plástica que entre automatismos, desvanecimientos y fulgores acaece, tersa lava, ante y entre nosotros.
Por otro lado, la música, en gran parte por la metamorfosis sufrida a causa de la tecnología y sus infinitas posibilidades, entró en falsead, esto es, rompió las aguas de esa cadena gestual que emparentaba a los sones y sus sofisticaciones con un musculado, entrenado, academizado hacer, capaz de dar pie a sutilezas y estéticas. Hoy el hacer, el acto, casi nada tiene que ver con el lenguaje, es sólo parte de un protocolo (ventana bifronte al sí o al no). La máquina fornida (esto es, con-formada) de disco duro y hasta memoria, hace el resto.
Además la práctica experimental aparcó la obra y primó el obrar, un obrar que se incardina en unas experiencias y direcciones que sortean muy bien herencias y tradiciones que le son ajenas, para enrolarse en un devenir pegado a prácticas, contextos y hasta roles sociales y políticos que funcionan de muy otras maneras.
Así lo que todavía damos en llamar «música» no es ya lo que era (refugio, constructo, recóndita armonía, etc.) pues casi sin saber cómo, se metamorfoseó en ese «a modo de una presencia» del que hablara el poeta Celán. Presencia que, entrando en atrevimientos, saca pecho suficiente como para inmiscuirse en las intemperies e impaciencias de nuestro tiempo y lugar. Una presencia con cara de halo, brisa, flujo y hasta vendaval que, abriendo las venas del presente, nos espabila la hora, con sus instantes y dudas, sus deambules y encuentros.
Por otro lado, el auditórium con sus aires climat(er)izados o su rígida frontalidad de antaño, tan hipervisual como poco respetuosa y atenta con el sospechoso son y sus hirsutas maneras de confrontarse, no es ya más la casa del sonar. Todo lo contrario, la hierofanía del estrado dominándolo todo y convirtiendo al escucha en inmóvil público, degradan, difuminan y achatan el creativo-furtivo-inaprensible acto de la escucha.
Ahí nos duele a todos pues el obrar va indefectiblemente más unido al «cómo» y al «dónde» que al «qué». Un «qué», ya sin atributos ni autoridad: ¡que decir de la identidad!.
Sin privilegios, ministerios, ni tutelas, muchos de los invitados a este festival, podrían escribir, a lo Saramago, todo un ensayo sobre la sordera, rodeados como estamos de sordos que oyendo no oyen.
Lejos de los paraguas protectores tanto como de la mercadotecnia, muchas de sus músicas resultan más copulosas que populosas, y esa convivencia puede resultar tan entrañable, tan vecinal, que para ella nadie, nada, le es extraño (la palabra extranjero quedó abolida, tiempo ha, entre los músicos).
Por si fuera poco, los finos oídos de hoy, exhiben un paladar gustativo de gran anchura y comprensión: gustan de recetas, ingredientes y crudezas que el mundillo cultural no está preparado ni quiere satisfacer, encerrado como anda en hábiles autorreproducciones intransitivas.
A nosotros los músicos de tecnologías, presencias e intemperies, nos tocó escribir no ya en el agua como el Cage del zen, sino en las cenizas del aire, un aire que con todas sus heridas y cargas de moribundia (que a pocos parecen preocupar) es no obstante capaz de arremolines, fugas y «strette» sembradoras de inquietud. Unas cenizas en las que exponer nuestra inestable movilidad, resistencia, intermedialidad promiscua y mestiza, nuestra oscuridad, nuestro nada. Cambio de aliento pues.
Encantados o no con el sombrío presente, es esta una generación de músicos y músicas uncidas a las poéticas de la presencia y la inmersión sónica -muscular o tecnológica-, un tropel de sonados contumaces que dan en operar libres al fin de esa condena a la vida eterna que tanto fascina a los músicos de auditórium.
En efecto el futuro se nos devaluó tanto que a muchos nos parece definitivamente fuera de servicio. Nuestro es, hoy más que nunca, el extravío. El extravío y la pena.
Llorenç Barber.
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