OÍR EL ZUMBAR, O EL PARAÍSO A TROCITOS
Para quienes la patria es el son, el oír vive últimamente con el corazón partido. Tal parece la batalla de designios entablada entre el futuro-ya-presente de la electrónica y el ordenador, y el presente-de-siempre, plagado él de escuchas-omnibus, de soplos, percusiones y glisandos.
Nos pusimos de acuerdo, eso sí, en que las músicas ceñudas no nos van. O mejor, nos van sólo a ratos. Esos raros ratos en que el viejo grito del viento golpea la ciudad con latigazos de memoria y pasmo: de por sí preferimos sonidos menos torturados, más sanos. Oír es todo un poema, y un poema inacabado, pues al mismo oír le segaron el eco, y así no hay quien oiga en plenitud, pues no hay quien pesque un buen reverbere de tanto como está de amontonado ese aire nuestro.
Por eso nuestras escuchas se volvieron indolentes y glotonas: sin enjundia ni casi chiste. Hemos de volver a empezar desde el comienzo. Por ejemplo, comenzar de nuevo a roturar el aire con nuestro oír. Hemos de intentar atrapar el paraíso, aunque sea a trocitos. No hay otra, ni siquiera existe ya un edén entero ni por asomo. Y mucho menos en esa reserva de sentidos e intereses que llamamos auditorio.
Triscar es lo nuestro. Lo que queda. Atrapar irregulares ronroneos, a mordiscos, a saltos, rizomas de ritmos, glisandos de alas o zumbidos de aire estancado o a presión. Eso es lo que hay. Eso y algo de tiempo. Un tiempo también parcelado, en interruptus y metabolismo. Tiempo que son tiempos. Parcialidad.
Llorenç Barber
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