Subimos 120.000 archivos sonoros diariamente a las nubes del firmamento musical, de los cuales el 42% no serán escuchados más de 10 veces y el 24% ni una sola vez, es decir, 28.800 canciones diarias perdidas en el agujero negro de la esperanza de ser escuchado. Hablamos de canciones contenidas en todas las plataformas de streaming del mundo, según un estudio de la consultora Luminate Data realizado en 2022. Bajo la lógica del capital, solo habría dos vías para que las plataformas sean rentables: que cada vez más usuarios paguen por ese servicio o que algunos artistas (los que menos dinero generan) empiecen a pagar por subir su música, tal y como apunta Montse de las Heras de Altafonte:
“En el mundo de la música digitalizada hay dos modelos de negocio: el que hace dinero si el artista hace dinero y el que hace dinero independientemente de cómo le vaya al artista. A estos últimos, lanzar contenido vacío ahí fuera les da igual. Son las plataformas las que se dan cuenta ahora de que a lo mejor no pueden aguantar ese volumen. Llegará un día en que los artistas que tienen música en Spotify tendrán que ser rentables”
Cuando escucho hablar de rentabilidad en música, siempre me acuerdo de las palabras inaugurales de muchas conferencias de nuestro querido filósofo José Luis Pardo: sigo sin saber por qué me decido a este ruinoso negocio que es la filosofía. La música, como la filosofía, nunca fueron prácticas ‘rentables’, como tratan de hacernos creer. Al menos, no son prácticas rentables para quienes las practican al margen de las producciones populares, es decir, rentables. Seamos realistas: el didáctico producto popular siempre estuvo en auge, mientras que la ‘buena’ música, como la filosofía, permanecieron en silencio desde el que hacer un ruido incómodo para las élites. No olvidemos que históricamente quienes hicieron realmente dinero en la música no fueron los compositores, sino los impresores de las partituras y sus minoritarios dueños. Podríamos decir que no hemos cambiado mucho, al menos eso parece.
Por otro lado, si hacer música, sin pertenecer al 1% de los exitosos, resulta como siempre poco rentable, escribir sobre ella, al margen de lo popular, seguirá siendo un deporte de riesgo desde el aparente cómodo y silencioso estudio. Pese a todo, con suerte serás ignorado e incluso sufras las consecuencias de tener malos ‘vicios’ como la música o la filosofía. En cualquier caso, siempre la culpa será tuya por tener un hobbie demasiado caro, insano y poco rentable. Me hago eco de las inquietantes palabras de Ted Davis, quien todavía trabaja para Bandcamp escribiendo en sus columnas, hoy en proceso de decadencia.
Ser uno de los fanáticos de la música más ávidos que existen (el tipo de persona que usa cualquier plataforma que tenga a mi disposición para defender a artistas que tal vez interesan a otras 30 personas en el mundo) es probablemente el aspecto más destructivo de mi vida.
Faltan palabras, me temo, o faltarán. Si la música, como la filosofía, siempre fueron un ruinoso negocio para quien la(s) practica, aunque puede que no para quien comercia con ella(s), escribir sobre música es todo un acto político, puede que absurdo aunque necesario. Esto algunos lo sabemos bien. Las palabras, como la música, no sólo pueden ser un consuelo, sino un ejercicio destinado a ayudar a la memoria y al conocimiento. Mnemosyne, madre de las Musas, lo sabía bien. Según el poeta Píndaro, cuando las Musas no pudieron cantar sobre el éxito de los trabajos de los hombres (porque no tuvieron éxito), Mnemosyne sería capaz de proporcionar canciones que «compensaran sus trabajos, en la gloria de la música, en las lenguas del país de los hombres». Conviene no olvidarlo.
Volviendo al tiempo musicalmente presente, curiosamente y desde el primer día que Songtradr tomó el mando de Bandcamp, se apresuró a borrar la frase «Bandcamp has been profitable since 2012» que aparecía orgullosamente en la página original de ‘Política de música de comercio justo’ de Bandcamp. Este gesto amnésico y nada inocente será la justificación para las futuras políticas venideras que asienten económicamente el nuevo proyecto para Bandcamp, todavía por definir oficialmente. Extra-oficialmente nos ha quedado claro cuál es el futuro que nos espera a través de las palabras de J. Edward Keyes, director editorial de Bandcamp, quien decía “Fuuuuuck Bandcamp United”. Los ya famosos recortes en el equipo editorial, como era de sospechar, estaban destinados también a deshacerse enteramente de su propio sindicato, y no únicamente de Bandcamp Daily o Weekly por su escasa rentabilidad, como nos decían. Obviamente la mayoría que escribían en aquellos artículos y todos los que pertenecían al sindicato, hoy buscan trabajo en este ruinoso negocio que es la escritura sobre la música, aunque hayan llegado a un acuerdo recientemente. Parece que los cambios de manos en las plataformas propician y revelan la precariedad rampante de las condiciones de trabajo en el mundo digital, ciertamente abusivas y datos diversos no faltan. Una respuesta posible es seguir haciendo lo mismo, incluso la misma respuesta: Fuck them. Otra posibilidad es hacer algo diferente para poder obtener una respuesta distinta a la misma pregunta.
¿En qué condiciones y de qué manera valdría la pena vivir la vida?
Esta pregunta se hizo Paul B. Preciado al levantarse de la cama después de haber estado enfermo con el virus durante una semana tan vasta y extraña como un nuevo continente. Nietzsche ya tenía una respuesta antes de la pregunta: “La vida sería un error sin música”. Últimamente nos preguntamos dónde han ido esas comunidades musicales más pequeñas. ¿A dónde se ha ido la música rara? Desde luego no a los macrofestivales, otro ejemplo más de que centralizando los recursos el ecosistema cultural se altera, sino se liquida, en términos económicos. La música es sólo contenido y activos para estas empresas e instituciones públicas, añadiría. Parece que no todos escuchamos la misma música. La ansiedad del mercado hace paliar la falta de cultura mediante el hiperconsumo y la hipermercantilización y esto es suicida e inviable, como apunta Jon Urzelai: La gestión del ocio es el primer paso a la gestión de la vida. En este sentido, la nueva contracultura apunta a porvenir a través de la diversidad. Tal vez haya más vida que la norma y más allá del silencio. Puede que estemos en un buen momento para la buena música, de la misma manera que estamos en un buen momento para los buenos escritores frente a la mal llamada inteligencia artificial, nada más humano que ella. Puede que estemos frente a un buen momento incluso para el periodismo musical, del que inspirarse con algunos ejemplos dignos de ser rescatados. Hagas lo que hagas, fracasa. Más y mejor. No te preocupes por la norma, el éxito no está asegurado y puede que incluso no sea recomendable.
Si eres un músico que tiene dificultades económicas y aún no has logrado el éxito que te gustaría tener, probablemente sea porque tu música es realmente buena.
Los ecos de las palabras de Igor Stravinsky de 1935 suenan hoy como un fantasma que vuelve una y otra vez, como el sonido del crepitar de un vinilo que reproduce música de fondo:
Para la mayoría de los oyentes hay muchos motivos para temer que, lejos de desarrollar el amor y la comprensión de la música, los métodos modernos de difusión tendrán un efecto diametralmente opuesto: es decir, la producción de indiferencia.
Pese a todo, pese a todo pronóstico, y como era de esperar brotaron y brotarán nuevas y buenas músicas del orgullo del lumpemproletariado y serán distribuidas en la diversidad de sus redes, en plural, porque en realidad, como siempre, nunca hubo nada normal, ni sano, en ser normal, en singular. Lo normal, nada nuevo. Lo raro es lo nuevo y el fracaso parece ahora ser cool, algo postural sino más bien condición. Lo normal es recordar que todos nuestros derechos se consiguieron desde abajo, desde la diversidad del mundo rico en rarezas porque lo normal es extrañarse del mundo, aunque la curiosidad mate. Tal vez la (buena) música puede que (no) sea algo bueno para nada. Otro cielo se abriría paso en la rigidez del firmamento si reconociéramos el aspecto y espectro pop-ular de la llamada escena, mientras esperamos escuchar aquello que el mercado desecha por raro, extraño o espeluznante, como el sonido del vinilo mientras reproduce música. Puede que reconocer el fracaso de nuestro futuro nos ayude a deconstruir el presente hauntológico. Como decía Simon Reynolds en su artículo The Society of the Spectral:
«los fantasmas nunca dejan de ser actuales. (…) Los discos nos han acostumbrado a vivir con fantasmas. Hacemos compañía a presencias ausentes, a las voces inmortales pero muertas del panteón fonográfico. (…) Hay un linaje específico –múltiples linajes, en realidad– de música conscientemente identificada como fantasma.«.
Hagámonos eco de las sabias palabras de Annea Lockwood en su propio homenaje en vida: Mi trabajo es mi forma de explorar el mundo.
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