A poco de iniciarse la invasión rusa de Ucrania, hace ya más de un año, me preguntaba, en mi fuero interno y también en redes, sobre cómo este conflicto estaba transformando el paisaje sonoro del país. ¿Cómo es el acto de escucha en un país en guerra? Mis intentos por localizar grabaciones de campo, señales sonoras, o sencillamente publicaciones que hicieran referencia a ello se veían frustradas. Locus Sonus carecía en aquel entonces de nodos activos en Ucrania, y Radio Aporee, el gran mapa sonoro colectivo del planeta, hacía semanas que no incluía grabación alguna desde territorio ucraniano. En resumidas cuentas, la red me contestaba con un sonoro silencio.
El sentido de la audición siempre ha tenido una importancia vital en un escenario bélico. Hasta la introducción del radar durante la Segunda Guerra Mundial, la mejor forma de detectar el acercamiento de aviación enemiga era a través de dispositivos de escucha pasivos – un espejo acústico, por ejemplo. Pero es más: en medio de una operación militar, la escucha permite determinar movimientos de vehículos enemigos, tipo de munición empleada y posición desde la que se dispara. Alguien en medio de una zona de guerra necesita escuchar atentamente y hacerse con el nuevo paisaje sonoro hostil que le rodea para sobrevivir.
Pero lo más sonoro de ese silencio que me devolvía la red fue la inevitable constatación del desequilibrio de fuerzas implícito en mi situación, y de las relaciones de poder involucradas. Ahí estaba yo, sentado en mi terraza con mi portátil, a varios miles de kilómetros de cualquier conflicto armado, peinando las redes en búsqueda de sonidos de guerra de Ucrania, frustrado porque un vecino o una artista de alguna localización bombardeada no hubiera sacado unos micrófonos al balcón. Sí, inevitablemente, el paisaje sonoro del país invadido se había transformado. También inevitablemente, las prácticas de escucha allí ya no podían ser las de antes. Pero a lo mejor todo eso no era asunto mío, y a lo mejor la población del país tenía problemas más urgentes que atender.
Otra inevitable constatación era hasta qué punto nuestra actividad en la red ha sido atravesada por dinámicas de consumo, por mucho que nos esforcemos en declinar el verbo investigar. Las interfaces y operaciones en línea han sido tan homogeneizadas, que buscar una referencia bibliográfica, una entrada en un blog, un artículo de noticias, un meme, o un producto en una tienda online vienen a ser operaciones muy parecidas, y no exentas de un cierto mal de archivo. (¿Sabes por qué estás buscando lo que estás buscando? ¿Sabes cómo termina esta búsqueda? ¿Qué quieres encontrar? ¿Quieres escuchar un misil derribando un bloque de viviendas? ¿O mejor un mortero despedazando una familia de refugiados en mitad de una carretera? ¿Qué sonido te gusta más, el del motor de un tanque o el de una ametralladora?)
Todo esto me hizo recordar «Explosión de ojos», una conferencia performativa que impartió Hito Steyerl en el Museo Reina Sofía en noviembre de 2015. Steyerl estuvo durante una hora larga describiendo imágenes del conflicto en Siria, y hablando de la presencia de estas imágenes en red …delante de una pantalla de proyección en blanco. La sala estaba abarrotada, y aquel gesto iconoclasta confundió a más de uno. Pero a medida que avanzaba la conferencia, todo se aclaraba: Steyerl quería hablarnos de aquellas imágenes, y hacernos reflexionar sobre ellas, pero para ello necesitaba impedir que pudiéramos consumirlas.
Quizás por todo lo anterior, mi atención se fijó en el proyecto Listening Portals. La propuesta consiste en depositar, en varias localizaciones de Ucrania, unos dispositivos de escucha y streaming, como una mezcla entre sondas de exploración y cajas negras. Los dispositivos en sí son relativamente sencillos: una caja, micrófonos, un SBC, conexión a red, fuente de alimentación. Su propósito es retransmitir una señal sonora durante 24 horas desde dondequiera que estén depositados. La idea es que operen como dispositivos móviles, y cambien de ubicación a lo largo del tiempo. Por ahora, se han instalado tres: uno en Kiev, uno en Járkov, y uno en Odesa. A fecha de hoy, sólo está operativo el de Odesa. El silencio del dispositivo en Járkov sería de esperar, teniendo en cuenta lo cruento de los combates alrededor de esta ciudad.
El proyecto es obra de Timothy Maxymenko, en colaboración con Lia Mazzari y Ben Parr y con el apoyo de la Galería de Arte Nacional de Sopot (Polonia). Como infraestructura en red, echa mano de Locus Sonus, y para el diseño y producción de los dispositivos ha contado con la colaboración de otros miembros de la red Acoustic Commons: el equipo de Soundcamp. De hecho, los dispositivos en sí son esencialmente los mismos que las streamboxes que se emplean en proyectos como Reveil. La red Acoustic Commons también colaboró hace poco con músicos y artistas sonoras ucranianas y británicas en un evento que consistió en una retransmisión de obras sonoras de 24 horas: Land to Return, Land to Care.
Volviendo a las preguntas que me planteaba en aquel febrero de 2022, Listening Portals no me da, desde luego, una respuesta fácil, ni sencilla. De hecho, me indica que mis búsquedas estaban del todo descaminadas. Si pensamos en el paisaje sonoro desde sus condiciones de recepción, y no desde una discutible referencialidad a un afuera – como un acto de escucha y presencia corpórea en un lugar – estas señales sonoras no serían suficientes para abarcar algo así. Lo que sí consiguen es operar como testigos, ciegos pero no mudos, de una realidad que se vuelve más extraña cuanto más tranquilo resulta el sonido del oleaje en Odesa. Sí, hay un paisaje sonoro bélico en Ucrania, y sí, sin duda, la práctica de escucha cotidiana allí se ha vuelto otra. Pero para abordar esto, hace falta distancia critica – una distancia de la que, ahora mismo, la población de Ucrania carece.
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