Hay canciones que nunca dejarán de sonar y todas ellas serán cantadas como una celebración social que confirme nuestra existencia, como individuos y como sociedad. «No olvidamos lo que somos» – dice quien canta. Todo cantar podría interpretarse como un recuerdo de un pasado mejor. De ahí que la melancolía sea el melos de la melodía. Quien no olvida, quien recuerda, es quien, otra vez más, vuelve a pasar por el corazón. El latido de la voz es el canto que nos abre a ese estado de inseguridad que es la vibración. No cantamos para estar más vivos, sino que cantamos para no morir.
Hay canciones que nos ocupan, himnos que necesitan ser cantados para tomar nuestros cuerpos. Cuando cantamos, somos canción. Cantar no es precisamente prestar oídos, sino que es prestarse-a-ser la propia canción. Nos disponemos con el cuerpo entero, para entregarnos en cuerpo y alma. Canta la voz y el cuerpo resuena, mientras que los oídos confirman nuestra existencia: somos parte del todo cuando prestamos nuestros oídos a lo cantado y somos parte del otro cuando prestamos oídos a lo escuchado. Podría decirse que la conquista no es más que una escucha al unísono.
Hay muchos tipos de canciones, pero tan sólo hay una canción dedicada a nuestra memoria y que jamás seremos capaces de escuchar en vida. Esta canción sorda y serena, el Réquiem, sonará siempre después de nuestra muerte, nunca antes. Cuando ambos duelos tomen forma, entre la guerra y el silencio, cuando hayamos dejado de oír, cuando la audición ya no tenga lugar, cuando el cuerpo descanse en paz, serán los otros quienes nos escuchen con mayor atención, en silencio. ¡Entendamos la vida y el Arte como un campo de batalla!
En España sabemos bien que después de una guerra nunca llega la paz. Vivimos en una guerra permanente, con nosotros mismos y con el otro. No hay paz porque no hay lugar para la justicia; y no hay justicia porque no hay memoria. Cabe recordar las palabras de Youk Chhang en relación al mayor genocidio del siglo pasado: «una sociedad no puede conocerse a sí misma si no tiene un recuerdo preciso de su propia historia.» Si no somos capaces de reconocer nuestras canciones y nuestras vergüenzas, ¿cómo vamos a ser capaces de aceptar el cuerpo social que no somos? Quien no presta oídos, no vive, no se moja, no salta, no muere entregado como Butes. Quien no escucha vive atado al miedo, flotando entre la niebla, deseando lo que pudo haber sido y no fue…
«Canciones para sobreponerse a la oscuridad, al vacío, al miedo […]. Las escuchábamos una y mil veces de los mismos labios, las sabíamos, las vivíamos, las cantábamos […]. Canciones para ayudarnos en la necesidad de soñar, en el esfuerzo de vivir.»
Canciones para después de una guerra (1971), esa película prohibida y perseguida por los censores del régimen franquista, nos recuerda hoy de dónde venimos y lo que no podemos olvidar.
«Se socavan los cimientos mismos de la Patria […]. No se aprecia en ella crítica constructiva, sino el propósito de ridiculizar cuanto le resulta incómodo al guionista en una visión amarga, personalista y demoledora […]. En definitiva, película anti-régimen, de pésima intención, seguramente impregnada de bilis de algún rojo derrotado, y sin respeto alguno para la Religión ni para los valores morales, que ha de indignar a todo buen español.»
Como decía Basilio Martín Patino, autor de la película, hacer cine es «una forma o una necesidad de preguntarse, desde la propia inseguridad, por todas las certidumbres sospechosas.» Preguntémonos, sin resistencias, desde nuestra más íntima inseguridad, por esas certidumbres sospechosas; porque no hacerlo es pasar a ser nuestro propio enemigo.
«La vida se expresa, a pesar de todo (…) con imágenes para construir utopías y metáforas; lo que siempre ha sido el Arte. (…) Ahora no hay censura, pero en el fondo hay otro tipo de censuras más sibilinas, más dañinas que aquellas a las que hacíamos frente cara a cara.»
Hoy, nuestro Jean-Luc Godard español, salvando las distancias y con todos los respetos, ha pasado a mejor vida. Hoy estamos más solos frente a nosotros mismos, aislados en una utopía de posibilidades de mayor conexión tecnológica, mirando cómo nuestro ser social no es precisamente cantado –no olvidemos que nuestro himno sigue siendo mudo, pese a que la Sociedad General de Autores de España (SGAE) y el Comité Olímpico Español (COE) en 2007 volvieran a intentar reescribir la historia de un país sin memoria–. Somos ciudadanos sin letra que permanecemos mudos frente a la industria de la manipulación creada por y para el poder; seguimos inmersos en el olvido impuesto por un régimen sin transición que todavía hoy nos ocupa. La Guerra parece no haber terminado.
Hoy, aquí, cabe preguntarse si los que nos quedamos, en pie de guerra, seremos capaces, como describía Basilio Martín Patino refiriéndose a su película Canciones para después de una guerra de «provocar ritmos internos no frecuentes, de mezclar imágenes y sonidos de campos semánticos opuestos, para que convulsionen nuestros sentimientos haciendo explotar en el subconsciente una desconocida riqueza de vivencias, emociones y signos insospechados.» Hoy y siempre es un buen día para saltar, como Butes, con los oídos bien abiertos para escuchar lo que somos, sin miedos. ¡Qué siga el espectáculo y qué en paz descanses!
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