Ya nos hicimos eco aquí del ahogo en el que se encuentra sumido el festival Zemos98. Recientemente Santi Eraso se hace eco también de la noticia, pero con apuntes, comentarios, reflexiones y preguntas, muchas preguntas, preguntas adecuadas. A continuación os dejamos un extracto de este interesante post!
ALGUNAS REFLEXIONES AL HILO DE LA DESAPARICIÓN DE ZEMOS98
El festival Zemos98 anuncia que el año que viene no volveremos a disfrutar de sus propuestas. Dentro de unas semanas, si algún dios terrenal no lo remedia, se celebrará su última edición. Desaparece uno de esos muchos pequeños eventos artísticos que pueblan nuestro tejido cultural; pequeño, pero grande en cuanto a la calidad de sus contenidos. Desde sus inicios, este festival ha estado dirigido y producido por la propia Zemos98, otra de esas empresas culturales, con marcado carácter social, que siempre han puesto por delante el interés público de las actividades, antes que su provecho particular; más allá, claro está, de exigir dignidad en el trabajo y justas remuneraciones por su excelente labor profesional. Me consta que la mayoría de los trabajadores del sector son autónomos o dependen de estas pequeñas empresas que, por encima de su condición jurídica, siempre han trabajado con vocación de servicio público.
El final de este festival es un síntoma más de la situación en la que nos encontramos. Esto es lo que hay. Se cierran empresas, clausuran programas y se precariza el trabajo del artista hasta límites inadmisibles. Poco a poco, nuestro tejido profesional se deshilacha. Mejor dicho, aunque en cierta medida nos afecte a tod*s esa descomposición golpea mucho más a sus eslabones más débiles, como lamentablemente ha sido casi siempre.
Sin duda alguna, en este frágil sistema, unos hemos vivido y viven mucho más protegidos que otros, al resguardo de trabajos estables en instituciones públicas o amparados en la economía de grandes empresas solventes que canalizan gran parte de esos recursos públicos hacia el interés privado y que, generalmente precarizan toda la cadena laboral.
Además de las responsabilidades políticas, como muy bien describen l*s amigos de Zemos98 en su texto de despedida, existen otras que corresponderían a algunos altos funcionarios del sistema –sobre todo los que gestionan el aparato normativo, reglamentos, presupuestos, fiscalizaciones– incapaces de contraponer al poder político propuestas técnicas de transformación democrática del sector, que permitan otras formas de agenciamiento y autogestión ciudadana. Estoy plenamente convencido que, más allá del paradigma burocrático autoritario, se podrían habilitar otras fórmulas de relación con la sociedad que también garanticen las condiciones de certeza, estabilidad y seguridad jurídica sin pasar por auténticos calvarios administrativos.
Creo que nunca como ahora –cuando esta estafa neoliberal, denominada crisis, ha puesto patas arriba el sistema cultural– son necesarias otras políticas para reformar de arriba a abajo el sistema cultural. La cuestión sigue siendo qué políticas ¿Cómo nos ponemos de acuerdo para determinar qué tipo de políticas culturales se deben impulsar con recursos públicos y, por tanto, de interés social? No estoy muy seguro de que podamos hacerlo, porque todos hablamos de que la administración tiene la obligación de apoyar la cultura como parte de las prestaciones sociales, pero no creo que todos digamos lo mismo. Más bien al contrario, creo que hay demasiados intereses contrapuestos y, muy a menudo, también muy dispares.
Tengo la sensación de que no abordamos los problemas desde la raíz. Seguramente porque nosotros mismos, los profesionales de la cultura, no somos capaces de saber con exactitud qué pretendemos cuando reivindicamos inversión pública en cultura –aquella que contribuye a fortalecer el tejido social y contribuye al bien común– y tampoco nos atrevemos a decidir con claridad los argumentos que justifican determinadas estrategias y no otras.
Hay demasiadas preguntas que necesitan otro tipo de respuestas que no caigan en la retórica generalista o en los grandes enunciados formales de apoyo genérico a la cultura. No nos olvidemos que la cultura también es un campo de batalla donde se dirimen estrategias económicas muy distintas. Más allá de la buena voluntad que reclama más apoyo a la cultura, tendríamos que enfrentarnos a muchas cuestiones de fondo que afectan de lleno al modelo de sociedad que pretendemos.
Por ejemplo, ¿financiamos esa gran industria de la Europa del capital global o apostamos por aquellas prácticas empresariales e iniciativas laborales sin precarizar, que se generan en un ecosistema sostenible y en el marco de una economía social de intercambio de bienes y servicios de cercanía, en muchos casos también con conexiones internacionales? Porque el apoyo a lo local no quiere decir necesariamente autarquía, catetismo o casticismo.
No dudo de que en la complejidad de la ciudades actuales pueden y, seguramente, deben caber todo tipo de instituciones culturales, grandes y pequeñas, públicas y privadas, cooperativas, autosugestionadas etc.pero hay que determinar cuánto se dedican a unas y cuánto a otras. Eso es hacer política cultural, determinar prioridades. Mientras no se establezcan criterios claros, incluso ponderados, pero también preponderantes, capaces de aplicar criterios de discriminación positiva se impondrán las dinámicas del más fuerte. Con la estrategia del café para todos, está claro que las iniciativas más débiles son las que siempre salen perdiendo: mientras Zemos98, emerge también en Sevilla el último macro centro cultural de Caixa Forum en la enésima torre Pelli, con el beneplácito y el apoyo de las instituciones; así pues, todavía hoy, como en los tiempos de la burbuja inmobiliaria y su hija menor la cultural, vuelven a ganar las políticas monumentales en el marco de un urbanismo insostenible y antiecológico.
¿Defendemos un patrimonio y unos museos públicos de tod*s y para tod*s, que inviertan en su mantenimiento razonable y en la producción de nuevo patrimonio público (con toda su potencia pedagógica y comunitaria, actividades públicas, información eficaz, publicaciones asequibles, mediación social, trasparencia económica y participación democrática e igualdad) o definitivamente, siguiendo el modelo liberal, los entregamos a los “empresarios mecenas” para que se apropien de ellos y, por tanto, volvamos a la época anterior a la Ilustración en la que el patrimonio era de reyes, duques y marqueses; ahora de estos nuevos príncipes y monarcas de la globalización, muchos de ellos especuladores que encuentran en las obras de arte otro magnífico mecanismo para su enriquecimiento desmedido, su boato social y lujo doméstico? ¿Cómo compaginamos, si lo hacemos, el mecenazgo y el patrocinio con los intereses públicos sin que estos queden supeditados a los primeros y la propiedad comunal pase a manos privadas?
¿Cómo devolvemos a los artistas su liderazgo legítimo en la construcción simbólica de nuestras ciudades, sin que sean tildados de ser sospechosos cómplices del régimen depredador que nos está condenando a la austeridad? Recientemente el pintor alemán Gerhard Richter, a sus 83 años, se quejaba de la especulación que afecta a sus obras. Se lamentaba de que, en el mundo del arte, cada vez se habla más de dinero y menos del valor artístico de su trabajo y de lo poco que incluso él, una figura mundial, puede hacer para evitarlo. ¿Qué hacemos para que el valor de uso de las obras de arte recupere su sentido frente a las derivas fraudulentas del valor de cambio? ¿Cómo es posible que las instituciones públicas se plieguen a las condiciones que marca el mercado más especulativo y además puedan llegar a ser sus mejores cómplices? ¿No hay límites éticos? ¿Por qué no lideran, de acuerdo también, porque no, con muchos honrados empresarios del sector, un nuevo modelo de inversión pública para un patrimonio común (accesible y democrático) que pueda neutralizar, aunque sea en parte, esa financiarización de las obras de arte; del mismo modo, por ejemplo, que se exige, sin demasiado éxito, que las administraciones públicas incidan en el mercado de la vivienda para abaratar sus costes y reducir el importe de los alquileres?
No creo que el patrimonio sea una losa, como a veces se insinúa cuando asisto a reuniones donde se plantean las nuevas políticas culturales de las propuestas electorales post 15M. No hay “pueblo” ni “comunidad” sin patrimonio o, mejor dicho, sin bienes comunes. La cuestión sería repensar mucho mejor su gestión e impedir el despilfarro. Paul B.Preciado(recientemente despedida, de manera injusta, por los patronos del MACBA por ser coherente con sus ideas y trabajo) decía hace poco en un artículo titulado “El museo apagado” que si queremos salvar el museo quizás tengamos que, paradójicamente, elegir su ruina pública frente a la rentabilidad privada. Y si no es posible, entonces quizás haya llegado el momento de ocuparlo colectivamente, vaciarlo de deuda y hacer barricadas de sentido. Apagar las luces para que, sin posibilidad alguna de espectáculo, el museo pueda empezar a funcionar como un parlamento de otra sensibilidad.
¿Seguimos permitiendo que la producción artística y la gestión de la cultura estén en manos de cierta burocracia arrogante, incapaz de entender que están donde están porque son servidores civiles y se deben a los ciudadanos; y sin embargo siguen siendo incompetentes para generar mecanismos de agenciamiento ágiles y democráticos que permitan a la propia sociedad civil creativa o iniciativas privadas con vocación de servicio público tomar en sus manos la autogestión organizativa, vuelvo a insistir, no precarizada y profesional? ¿Porqué no se aplica también a la cultura, como debía hacerse en otros ámbitos, el principio democrático de subsidiariedad que reclama que la decisiones o competencias sean relativas al nivel que resulte más cercano a los ciudadanos?
Cada día tengo menos dudas de que, además de la ineptitud política, el autoritarismo burocrático, “estatalista”, es otra de las enfermedades de este cuerpo-sistema enfermo. Afortunadamente, una gran mayoría de trabajadores públicos, con conciencia plena de servicio, hacen un trabajo excelente, pero muchas veces lo triste es comprobar como son las excepciones las que marcan las reglas del juego y, lamentablemente, en demasiadas ocasiones los primeros se pliegan a los segundos porque las inercias cotidianas se convierten en los peores obstáculos para la regeneración. ¿Pero quién es el guapo que propone una reforma del sector -que no aumente necesariamente las filas del paro- pero que suponga una racionalización de medios económicos y optimización de capacidades personales, sin ser tildado de liberal? No se trata del estado mínimo, sino todo lo contrario, se trata del óptimo. Como hace unos días comentaba Manuela Carmena, candidata de Ahora Madrid, para adelgazar y ganar agilidad no hace falta cortarle los brazos o piernas al cuerpo pesado, sino adelgazar y eliminar la grasa ¿Qué diría el sindicalismo más rancio, cómodamente instalado en el poder institucional y que ha sido incapaz de generar la más mínima autocrítica y mucho menos lanzar sensatas propuestas de reforma para ponerse al servicio de los ciudadanos, en nuestro caso, de l*s creadores, agentes mediadores y empresas culturales ?
¿Dejamos que las herramientas de conocimiento, producción de saberes y transmisión digital sigan en manos de los grandes monopolios tecnológicos, empresas de telefonía, etc., con el apoyo de unos gobiernos incapaces de poner freno a su avaricia o apostamos por políticas capaces de romper la brecha digital y de democratizar el acceso a la producción y distribución de saberes y expresiones artísticas, mediante planes de alfabetización y competencia digital? ¿No se podrían extraer recursos, para su mejor redistribución entre l*s creadores, de la descarada acumulación privada, que se apropia de la inteligencia y la creatividad colectiva? ¿Ese tecno-capitalismo cognitivo que se nutre delgeneral intelect no podría combatirse con otras políticas del procomún que contrarresten el dominio descarado de los grandes monopolios de producción y distribución?
¿Continuamos incentivando el denominado consumo cultural o proponemos otras políticas que fortalezcan la potencia educativa y social del arte y la cultura a lo largo de toda la vida, desde la infancia hasta las escuelas de la experiencia para mayores, pasando por la universidad? ¿Qué ha sido de las denominadas actividades extraescolares o los programas de extensión universitarios que tanto han contribuido a que los procesos de aprendizaje se fortalecieran con otros conocimientos y experiencias creativas? ¿Por qué no se fomenta mucho más la afición al teatro, las artes y la música? Si recuperásemos, mejor dicho, incluso incrementásemos todo ese entramado de actividades, ¿no se podría crear una razonable oferta laboral entre los trabajadores culturales que podrían encontrar en esa labor un complemento retributivo a su trabajo creativo ordinario?
¿Permitimos que vuelva la catequesis a las escuelas y la asignatura de cultura empresarial se convierta en otro de esos conocimientos pragmáticos, tan de moda en el discurso neoliberal, que están acabando con las enseñanzas artísticas, la historia de las humanidades -incluidas todas las religiones- la filosofía y otras “inutilidades” fundamentales para la formación integral de las personas?
¿Cómo es posible que en un mundo dominado por “imágenes” todavía en las escuelas no se pueda aprender “gramática audiovisual” en el sentido más amplio del término –estudio de las imágenes y del sonido- desde la fotografía a los lenguajes multimedia, pasando por el cine y la TV? Si tuviera capacidad de decisión, ya que no hay recursos para todos, invertiría mucho más en escuelas de cine y música, y en cine y música en las escuelas, barrios, centros sociales y hogares (acceso fácil y barato a Internet ) que en el fomento de la taquilla (cuyo porcentaje más alto de beneficio lo produce el cine y la industria musical más comercial, en proporciones exageradas proveniente del mercado estadounidense) Es decir, produciría diversidad independiente para ampliar también su accesibilidad. ¿No se puede intervenir desde el sector público para corregir los monopolios de distribución audiovisual?
¿Vamos a dejar que el acceso a las artes presenciales –música, teatro , danza, etc.,- sea cada vez más caro –en muchos casos inaccesible para los más pobres– y que las compañías y grupos que actúan en espacios públicos estén condenados a sobrevivir, malvivir, solamente con los ingresos de taquilla? ¿Es justo que en los teatros y escenarios que dependen de la administración pública todos sus trabajadores, incluido el apuntador que diría aquel, tengan sus remuneraciones mensuales –seguramente justas- mientras l*s artistas y profesionales de las compañías dependen del beneficio de la taquilla? ¿No habría que pensárselo un poco? ¿Para qué queremos tantos equipamientos escénicos si no sirven para poner al alcance de la mayoría la más amplia diversidad posible de la creación escénica con profesionales que puedan hacer dignamente su trabajo? Si los programadores públicos programan, valga la redundancia, solo para generar taquilla ¿cuál es el sentido público de su trabajo, si esa misma oferta y servicio también lo puede ofrecer la iniciativa privada? ¿No ha sido esta lógica que ha permitiendo la privatización y ruina de muchos cines y teatros? ¿Cómo hacemos para recuperar esos espacios y ponerlos a disposición de una mayor diversidad programática, con propuestas de todo tipo para públicos diversos?
Lo mismo sirve para centros de arte, museos y salsas de exposiciones públicas. ¿Por qué no se remunera en condiciones justas el trabajo de los artistas que allí exponen? Si la razón de todos esos espacios públicos es precisamente la presentación de las artes vivas y detrás de ellas siempre hay artistas que necesitan vivir, ¿por qué se precariza tanto su digno trabajo, mientras los gastos de mantenimiento, entre otros, consumen todo el presupuesto cuyo principal y único objetivo es el fomento del arte y la cultura? ¿No hay ahí una gran contradicción, otra de las muchas que genera este sistema cultural herido de muerte?
¿Abandonamos la ciudad al urbanismo expansivo y especulativo o apostamos por una cultura urbana para las personas? ¿Dejamos que las plazas y calles también se conviertan en simples escaparates para el consenso despolitizado y el consumo compulsivo o apoyamos esas formas de permacultura que hacen del espacio público una suma de lugares y experiencias para el encuentro y el antagonismo democrático? ¿Recuperamos la ciudad de los juegos infantiles, las fiestas de barrio, el deporte amateur, la creatividad espontánea de los músicos y creadores callejeros? ¿Porqué de una vez por todas no se normaliza el derecho al acceso y ocupación social de los espacios públicos en desuso para reintegrarlos al tejido urbano activo? ¿Qué hacemos con las normativas urbanísticas que impiden la libertad y circulación de la vida, en todas sus formas y expresiones? ¿Cómo compaginamos el derecho a la intimidad con las expresiones urbanas que las pueden alterar y sin embargo enriquecen la vida cotidiana comunitaria?
En definitiva, frente a la política que apuesta por una cultura controlada por los aparatos del Estado, pero demasiadas veces al servicio de intereses particulares y partidistas, o por las ciudades marca al servicio del consumo, el derecho a la ciudad, que de forma acertada definió Henri Lefebvre, implica una concepción mucho más democrática de la cultura en el marco de una economía social que permita la participación e implicación ciudadana en su gestión y que ponga el bien común en el centro de sus objetivos.
Es decir, el futuro de la micro política cultural debe enmarcarse en la confrontación de la gran política y las diferentes maneras de entender el mundo que hay detrás de ellas. Por tanto, la apuesta radical por una cultura democrática forma parte de las respuestas que nos damos cuando nos preguntamos qué mundo queremos. La economía cultural es fundamental para determinar qué modelo de sociedad pretendemos; porque si queremos invertir mucho más en educación y cultura, habrá que decidir también dónde menos.
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