La figura del flâneur se ha construido, básicamente, sobre premisas visuales. El flâneur observa, ejerce de espectador, bien diluyéndose como “un hombre en la multitud”, bien ocultándose, en una suerte de voyeur, como en los soportales de los Pasajes parisinos. En la mayoría de los abundantes textos que indagan en el perfil de este arquetipo de la modernidad aparece representado en una deambulación prácticamente sorda recorriendo un espacio urbano en el que “las relaciones alternantes de los hombres […] se distinguen por una preponderancia expresa de la actividad de los ojos sobre la del oído” (Benjamin, 1972, 52). Esta afirmación de George Simmel es sólo un ejemplo más de como se ha elaborado un discurso histórico, especialmente a partir del Iluminismo, sobre el paradigma del ojo, estableciendo una clara jerarquía de la percepción. Con la misma parcialidad parece que hayamos renunciado al carácter multisensorial que debería ir asociado a conceptos como el de paisaje, sometiéndolo a la distancia y a la frontalidad, convertido en una experiencia silenciosa, inodora y plana. No obstante este oculocentrismo, puesto ya de relieve por historiadores como Lucien Febvre, Robert Mandrou o Alain Corbain, entre otros (SCHMIDT, 2005), se debilita a medida que avanza un siglo XX en el que sentidos como el oído experimentan una drástica expansión condicionada por cambios ideológicos, sociales, tecnológicos y estéticos […]
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