[Este texto pertenece al primer número de la revista Field Notes, publicada por Gruenrekorder, un sello alemán especializado en fonografía y arte sonoro. La edición original es una publicación bilingue en PDF que se ofrece en alemán y en inglés. Este primer artículo es del artista sonoro Christoph Korn].
El filólogo Georges-Arthur Goldschmidt señala que el alemán es un idioma extremadamente preciso a la hora de describir las cosas. En alemán, las plantas halófilas se llaman “plantas que aman la sal”, los perfiles psicográficos se traducen como “descripciones del alma”, un carrito de transporte —“Bollerwagen” en alemán— es algo que “hace un ruido sordo mientras avanza”, en referencia a la palabra “bollern” (ruido sordo), y un otorrinolaringólogo es un “especialista de las orejas y la nariz”.
El término Geräusch, que significa sonido/ruido, es igualmente concreto en lo que respecta al sonido. Así que, para empezar, vamos a escuchar cómo suena: Geräusch.
Tenemos entonces un Geräusch que hace ‘rauscht’ (murmura). Si hacemos un bucle con el sonido “sch”: sch sch sch sch… que caracteriza a toda la palabra, casi nos trae a la memoria los experimentos con el sonido de la voz de los compositores contemporáneos de los años 50.
Hay otra cosa bastante llamativa. No vemos el sonido, sólo lo escuchamos. En el mejor de los casos, podemos ver su fuente, pero no el propio sonido. Es invisible. Parece que el mundo del sonido no es el mundo objetivo. El sonido habita las ondas sonoras invisibles. La presión acústica empuja. Empuja el sonido acústico [invisible] a través del espacio directamente hacia el interior de nuestras orejas. El sonido se desplaza: desde el exterior (la fuente sonora, el aire) hacia el interior (el oído).
Es una observación banal pero importante: el sonido es invisible, se tiene que sentir con los oídos, y no con los ojos.
Desde el punto de vista de la historia cultural de la escucha, sabemos que el oído, como sentido que nos ofrece información y orientación, precedió a la vista. Los dioses, primero y ante todo, pudieron ser escuchados (mientras que no se les podía ver en absoluto). A partir del sonido de los truenos y los relámpagos —aunque uno no pueda ver su origen— se interpreta la ira de los dioses. Lo invisible dispara la imaginación. Ulises no sucumbe al canto de las sirenas porque permanece atado al mástil de su barco. No ve a las sirenas, sólo las oye. Es como si la invisibilidad provocase la peligrosidad del canto. Es el potencial que atribuye a lo invisible, a lo que no se agota, al presente sin nombre. Eso es lo que despierta la furia de Ulises.
Si tuviésemos que describir el estado de agregación de las ondas sonoras inducido por la presión acústica, es bastante probable que se pareciese a un estado líquido. El sonido y sus ondas fluyen. Las cosas están en un estado de flujo. Parece que hay más de lo que realmente hay. Es volátil. No sólo su posición en el espacio, también su “yo soy de una manera u otra” es extremadamente vago. Sólo algunas partes de este “flujo volátil” se interconectan, se disuelven y se vuelven a interconectar con una configuración diferente. Como un paisaje de hielo, pero mucho más rápido. Una mirada perspicaz sólo percibe partes de ese flujo que se absorben/integran/separan. Otras cosas permanecen ocultas pero siguen presentes. Como esa parte de los icebergs que está bajo el agua, cubierta, ocupando un espacio, indicando historicidad.
Las ondas sonoras no son lo único que fluye, también el tiempo. Cuando escuchamos un sonido, el tiempo siempre pasa. El sonido está inevitablemente vinculado al tiempo, igual que el objeto concreto “mesa” está atado a una localización específica y determinada en el espacio. Cuando estoy dentro de un sonido, estoy dentro del tiempo. Por otro lado —y esto es mucho más específico para el sonido— lo contrario también es cierto: “Cuando estoy dentro del tiempo estoy dentro de un sonido”. El sonido existe siempre y en todas partes, incluso en un espacio anecoico, donde se escucha el sonido de la circulación de tu propia sangre. Al principio, se hizo el sonido, y nunca se fue.
La invisibilidad del sonido se invierte repentinamente a través del parámetro del volumen, o trasladado a una terminología más musical, la dinámica. En un cruce con mucho tráfico, una pausa publicitaria, debajo de la pista de aterrizaje de un aeropuerto, al lado de un martillo neumático, el primer y segundo plano desaparecen, las características espaciales del sonido se disipan. La presión acústica empuja, el tiempo se llama AHORA. Cada minuto, cada segundo, cada estructura se ilumina con partículas de presión acústica densas. La profundidad estructural y espacial desaparece, abriendo el camino a una superficie pura o granulada —dependiendo de las características del sonido. Este fenómeno también se llama ruido.
Las líneas de tiempo del pasado, el presente y el futuro se amalgaman en un “ahora” unificado en la incidencia del ruido. Las historicidad del sonido se pierde. Estoy dentro del ruido y el ruido soy yo. En el estado del ruido todo es visible. Todo se une en un “ahora” preciso. Puedes ver ese “ahora” de verdad, es real y totalmente tangible. No existe nada más, ese ruido es el “ahora”. Esta última demarcación precisa sólo se perdería en el momento de la muerte.
Todo se revela, desnudo y aislado, sin historia, sin misterio, en el momento presente. Es la visibilidad de ver, no de mirar, de oír, no de escuchar. Cuando estás dentro del ruido, no miras, sólo ves. El ruido genera un muro sonoro. Ese muro es firme, no tiene membranas ni nada que permita o requiera entrever o escuchar. Preguntas como “¿Estás escuchando lo que oyes?”, como preguntaba la artista sonora Pauline Oliveros en una de sus composiciones, no tienen sentido en el régimen del ruido.
Los tiempos en los que los Beatles cancelaban sus conciertos a medias por culpa de los amplificadores, que no eran suficientes para la ocasión, ahogados entre los gritos de emoción de chicas y chicos, han terminado. Los últimos sistemas PA son armas en potencia. Ofrecen niveles de decibelios destructivos e incluso más. En el pop, el rock, la música contemporánea y el noise —que surgieron en los ochenta— es obvio que se trabaja con intensidades de sonido extremas. La gente conoce los efectos de esas intensidades y busca las propiedades embriagadoras del ahora.
El compositor Dror Feiler, cuando le preguntaron porque en sus conciertos el volumen es tan extremadamente alto, respondió prosaicamente que no quiere que la mente de la gente se distraiga. Una intensidad sonora extrema implica que el público se ve obligado a escuchar. Un argumento no muy lejano a los castigos corporales post-maoistas.
En los conciertos del artista Phill Niblock, el volumen se usa de una manera altamente sutil. Durante sus actuaciones, Niblock ajusta sus conglomerados de sonido similares a los drones y sus tonos extremos a un volumen casi constante de 120 decibelios (como comparación: un caza despegando produce aproximadamente 130) y hace collages con proyecciones muy amplias de tomas documentales que muestran sobre todo a personas llevando a cabo procesos de trabajo arcaicos. La sensación de intemporalidad del trabajo estructura los sonidos y los implanta a las imágenes: repitiendo una y otra vez el proceso de una tarea rutinaria. La imagen se convierte en escucha, el sonido en mirada. Entre ambos polos ruge una tormenta.
Escuchar un sonido también significa anticipar. Al contrario que el lenguaje, que requiere un gran esfuerzo para desvincularse de sus lazos semánticos, el sonido sui generis es impreciso y simbólico. Durante el proceso de la percepción sólo se solidifican apropiadamente algunas partes. Digamos que las partes de su materialidad específica. El sonido se puede describir como ruidoso, silencioso, granulado, plano, ascendente, descendente, etc. No obstante, hay una parte que permanece “impronunciable”. Sospechamos algo mucho más complicado que no somos capaces de nombrar. Una premonición que nos susurra.
Creo que no está fuera de lugar recordar el concepto freudiano del inconsciente. El sonido surge, al contrario que el lenguaje, que se establece. El sonido fluye de abajo a arriba, desde una presencia sin nombre hacia la conciencia, mientras que el lenguaje se mueve en el sentido contrario, entrando directamente en el inconsciente. El sonido permanece básicamente líquido, informe y sin espacio. Incluso aunque esté presente, no tiene nombre. No te diriges a él como si fuese una persona. Más que un él es un eso. Además, en alemán su género es neutro, tiene un sexo neutral: “das Geräusch”. No deberíamos analizarlo demasiado, pero las palabras neutras parecen más “extrañas, comedidas, generales y vacilantes”.
De hecho, un Geräusch (cualquier tipo de ruido o sonido) es una cosa diferente a un Klang (el aspecto tímbrico). La frase “Der Klang der Zitterpappel im Wind” (la manera en la que suena un álamo temblón cuando hace viento) significa algo diferente a la frase “Das Geräusch der Zitterpappel im Wind” (el sonido de un álamo temblón cuando hace viento). La frase que incluye Klang parece más completa, mientras que en la de Geräusch parece que falta algo. Hay algo que no se nombra. Surge una inquietud interna. ¿Qué significa “Das Geräusch der Pappel im Wind” (el sonido de un álamo cuando hace viento) ¿Señala que se acerca una desgracia? ¿Es el recuerdo de dos amantes? ¿Es un contrapunto al sonido ascendente de las campanas de la iglesia del valle? Ese es el potencial que genera la frase, una anticipación agitada. En este caso estamos ante el potencial del propio sonido. Una sustancia sin nombre ni forma, frívola, indomable, recóndita y a la espera.
Sonido/ruido (Geräusch) es un término tan dudoso que se sostiene con dificultad, mientras que Klang (timbre) parece ser su parte cultivada, libre de componentes “sucios”. Se podría decir que es la parte estudiada, domesticada y estética del sonido. Por el contrario, sonido/ruido (Geräusch) es ruido blanco en potencia. Contiene tanto lo muerto como lo vivo, el potencial de la destrucción además del de la construcción. Por eso el sonido se puede describir como líquido. Lo contiene todo, el cielo y el infierno.
Hemos visto cómo el fenómeno del volumen convierte la invisibilidad del sonido en visibilidad. De manera igualmente abrupta, el líquido se solidifica, su potencial se transforma en la función precisa de un sonido con un propósito claro, con una intención completa. Tomemos el fenómeno del ruido, que tiene claramente este propósito, como ejemplo para subrayar la diferencia entre una emisión concreta y un sonido o un timbre. Hablemos de la explosión.
Una explosión es algo concreto. No tiene ningún potencial. Está completamente segura de sí misma. Significa, es y busca una sola cosa: la destrucción. Este es el propósito de la explosión, un propósito que la subyuga completamente. Aquí no hay huecos ni espacios. La explosión es exclusiva. Es complicado imaginarse ese sonido, el estallido, la gente y los materiales explotando. Una explosión no requiere ninguna interpretación, ni ambigüedad, ni anticipación. Es algo de lo que no se puede escapar, no es discontinuo, es concreto. Representa la función completamente definida de su emisión acústica, que se abre camino a través de los oídos hasta la sinapsis.
Tras la detonación, el 11 de septiembre la gente saltaba desde los rascacielos ardiendo. En la televisión, hace poco un testigo presencial decía: “lo que no podré olvidar es el sonido de los cuerpos golpeando el suelo”. Nos podemos imaginar el estado de agregación de ese sonido como algo sólido —sin potencial, sin premoniciones. Es lo que es, y esa es probablemente la razón por la que permanece ineludiblemente fijado en la memoria de ese hombre.
Durante la I Guerra Mundial, que ofreció una cantidad de explosiones sin precedentes, el oído se convirtió en un embudo futurista sobre el que se vertió un volumen masivo. Al principio, bajo la presión (acústica) de la batalla, todo sigue funcionando. Un poco más tarde, ya en silencio, empieza el gran escalofrío. El llamado escalofrío de la I Guerra Mundial, un desorden de estrés post-traumatico, provocaba que algunas partes del cuerpo —a veces el cuerpo completo— temblasen incesantemente y sin control. Es como si la función precisa y completamente definida del estruendo, los temblores y las vibraciones de esa gran presión acústica aplicada a la sinapsis encontrasen un equivalente en el cuerpo humano y en las formas concretas del sistema muscular.
Un sonido tan libre de espacios vacíos se convierte en algo indescriptible por voluntad propia. El sonido y el timbre siempre tienen lagunas, en las que la imaginación, buscando refugiarse de lo que la asedia, es capaz de establecerse. Además del sonido y el timbre, aparentemente, parece que existe una tercera entidad, una forma de sonido que descarta cualquier vía de escape. Tan indefenso como un niño, y anónimo, el sonido se enfrenta a sí mismo. El lenguaje viene en su ayuda y susurra una palabra: aniquilación.
Este fenómeno acústico no tiene que ver con el sonido ni con el timbre. Lo intacto, lo libre de huecos, lo completo genera el sonido total, el tipo de sonido más despiadado e indescriptible, más inhumano.
En todos los casos, el ruido lleva esa inhumanidad en su interior. Es una especie de sopa primordial con la que alimentarse. Con el timbre, se convierte en una escucha minoritaria y en un “¡Oh pueblos todos! Batid palmas, aclamad a Dios con voces jubilosas” —Los escritos de San Francisco de Asis, Salmo 46, 2). O se convierte en la tercera opción, la del absoluto. Dentro del sonido están el cielo y el infierno. El sonido no es inocente.
fantástico blanca
muchas gracias