El insomnio regala, a veces, momentos impagables. Harto de dar vueltas en la cama, a las 05:23 he decidido bajar a por un café, subirlo a mi habitación y encender el ordenador. A través de la ventana, un precioso amanecer se dibujaba en las colinas del fondo de la calle. Pongo en contexto, estoy en Ergersheim, Estrasburgo (Alsacia), junto al canal de La Bruche, comenzado en el siglo s.XVII por el Marqués de Vauban según orden de Luis XIV.
Continuo. El amanecer era tan bello que pensé en hacerle una foto, y para cuando había abierto la ventana de climalit con doble cristal aislante, la habitación se había llenado con el sonido del coro del alba de este canal, que, a día de hoy, ya está considerablemente reconquistado por plantas y animales. He bajado corriendo: café en mano, pantalón de pijama y chaqueta. Allí, desde la misma puerta, se escuchaban pájaros, insectos y ranas, que, sin necesidad de esforzar mucho la oreja, formaban no sólo un coro, sino casi un drone, un sólo tono unitario.
Al poco salió la primera vecina en su coche, vuelvo a contextualizar, estamos en Alsacia, aquí la gente Madruga (así, con Mayúscula). Y claro, pienso en lo importante que es para Juan Carlos Blancas retransmitir el Coro del Alba desde su charca favorita de Rascafría. Empiezo a atisbar lo importante que es este preciso instante, a esta hora, en esta fecha, antes de que la luz del sol haya terminado de inundarlo todo.
Como si hubiese un guión (que lo hay, y termina mal, aviso), suenan primero los campanarios a lo lejos, muchas campanas. Luego, tímidamente, la autopista, alguna moto y finalmente, sobre las 06:10, el primer avión. Cuando me quiero dar cuenta el café ha empezado a hacer efecto y le estoy dando vueltas a la cabeza pensando en todo esto, separándome de ese coro. Cuando vuelvo a él ya se ha transformado en un canturreo descentralizado.
¡Que bucólico! Bueno, sí. Pero también es cierto que estaba pensando en el cambio de nuestros ciclos vitales, de los llamados ciclos estacionales y diurnos premodernos; a los ciclos de vida industriales y luego a este tiempo global, sin paradas, donde no hay día ni noche, donde se puede trabajar sin parar. Todo esto nos separa bastante a unas personas de las otras, no sólo en nuestras celdas, también en los horarios. De hecho, es más que probable que la sobredosis de luz de pantalla, además de la preocupación por saber cómo romper esta separación, sea lo que me tiene sin dormir.
Ahora, para quien debe despertarse a las 05:30 a diario en dirección al trabajo, el coro en sí le debe dar bastante igual, comprensible. Y este es, precisamente, el asunto. La luz artificial, las ventanas de climalit, (¡que a ver quien vive sin ellas!) han marcado este ritmo de escucha y de visión, una temporalidad de los sentidos que implica su severa instrumentalización.
Así, de vuelta a la casa, en el centro de Europa, paladeo el lujo de haber escuchado el coro del alba, un lujo, que, como todos, se protege. El contexto lo es todo. Mientras estaba ahí, escuchando un sonido bucólico, en sentido estrictamente literal, se me pasaba por la cabeza: así debía sonar europa cuando no existía, cuando, madrugando mucho, se forjaron las primeras ideas de unidad con vete tu a saber que propósitos realmente; esas mismas que hoy se guardan con toda violencia en las fronteras del sur de Europa.
Ese, aquél coro.
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