Esta mañana José Luis Espejo me pasaba un enlace a un artículo de Jot Down titulado «Cromopianos, órganos de color y cromatófonos: así fracasó la música para los ojos» en el que Rubén Díaz Caviedes da un repaso a cierta parte de la historia de lo que se suele llamar «música visual».
El clavecín ocular de Louis-Bertrand Castel, creado en 1725, fue concebido como un órgano que se tocaba a la vez que una pieza musical, proyectando sobre una pantalla que llevaba incorporada los colores que animasen las notas y completando, así, un recital audiovisual.
Se trata de un buen post de introducción para quien no sepa nada sobre los órganos de color, tema central del texto. En cualquier caso, yo no estoy de acuerdo con la conclusión final:
Conforme la electrónica permitió refinar estos sistemas de iluminación el concepto se popularizó y con ello, se popularizó el efectismo: ya no se trataba de colorear música, sino de hacer un espectáculo. La música en color había muerto.
Eso de «colorear la música» siempre ha tenido tanto que ver con el espectáculo y el efectismo como con el «arte», y no está muerto, está más vivo que nunca, pero con otras herramientas.
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