El fonografista Ian Rawes en la North Circular Road, Stonebridge, London, 2012. Foto de Benjamin McMahon
Parte de los contenidos que la venerable revista de música contemporánea The Wire Magazine pone en disposición en la red, la serie de columnas de opinión Collateral Damage se está convirtiendo en una de las mejores fuentes de reflexión crítica. Y, aunque uno esperaría que esto ocurriera en canales más especializados que The Wire Magazine, en los últimos meses, una serie de textos publicados allí están empezando a armar un cuerpo de reflexión crítica sobre el ámbito de la fonografía y la grabación de campo.
Hace algunos meses (fuera de Collateral Damage, todo sea dicho), pudimos leer «Towards Activist Sound» de Christopher De Laurenti, un texto/manifiesto que resume bien tanto las fuentes iniciales de las prácticas actuales de fonografía social y la investigación sonora militante, como su relevancia en el contexto posterior a las movilizaciones sociales del 2010-2011 (algo que aquí abordamos en nuestro nodo de trabajo #YesWeKLANG).
Más recientemente, en ./mediateletipos))) nos hicimos eco de este ensayo de Salomé Voegelin. Es un texto que ha dado bastantes vueltas por las redes, no tanto como punto de inicio, sino como un resumen de posicionamientos y reflexiones críticas en el ámbito de la fonografía: supone un rechazo de la pretensión de escucha y registro neutral y objetivo de un paisaje sonoro, y aboga por volver a aceptar el cuerpo de quien escucha dentro del espacio sonoro; como ella misma mejor lo resume, un llamamiento a una «fonografía de la presencia, no una fonografía de la ausencia».
Y ahora, en «The Field Recordist As Obsessive», Derek Walmsley aborda el estado actual del field recording con una orientación menos teórica y menos politizada, pero no menos certera e implacable. Walmsley no deja títere con cabeza, y pone sobre la mesa problemas como la inercia de sellos y netlabels especializados que van sacando de su línea de producción referencias cuyo único interés parece radicar en lo exótico y/o inaccesible del lugar donde se han realizado las grabaciones; lo autorreferencial y aislado de la producción y discurso de la mayoría de los representantes de la «disciplina»; lo poco o nada que se pone en cuestionamiento el concepto de archivo («There are no big egos in field recording, only big archives.»); y, sobre todo, la aparente ilusión colectiva, aumentada por la ausencia de narrativa fuera de lo sonoro, de que la recepción de los productos de la grabación de campo es, de alguna manera, un acto monolítico y aislado, una práctica de escucha que no necesita complementarse con nada ni compartirse con nadie.
Afortunadamente, Walmsley también pone sobre la mesa un posible punto de fuga, una vía que quizás permita repensar la fonografía y volver a hacerla interesante. Para ello, parte precisamente del perfil psicológico del fonografista convencional: un «cazador» de sonidos, una persona obsesionada con aumentar y preservar su archivo privado de samples y paisajes sonoros; alguien que, de muchas maneras, cumple el perfil del coleccionista moderno que en su momento describió Walter Benjamin, siempre a la caza de esa «pieza» elusiva, con la vana esperanza de completar su colección.
Es ese relato íntimo, quizás confesional, por el que aboga Walmsley: relatos que expliquen qué lleva a una persona a recorrer medio planeta cargada de equipo en pos de tal o cual sonido en tal o cual lugar inhóspito o desconocido. Algo que convertiría la práctica de la fonografía en una práctica más cercana, más accesible, y, en el fondo, más humana.
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