Cada conmemoración arrastra y se enfrenta a los fantasmas de su política. Nuestra guerra civil, nuestra incluso para los que nunca la vivimos, es el mejor fantasma de nuestra ideología bipolar. En el quinto país más contaminante del mundo, la distopía tecnológica se presenta como un buen fantasma para el programa de performaces del 25 aniversario Transmediale.
A mi llegada en jueves Berlín y a la Haus der Kulturen der Welt este comentario pesimista sobre el uso y aplicación de las tecnología en la cultura se hizo patente cuando me electrocuté.
En el hall principal una instalación de Ben Woodeson (fuera del programa de performances), tras haber sido obligado a firmar un acuerdo de responsabilidad en el que eximias de responsabilidad de muerte a la institución(que por supuesto nadie leía), te pegaba un calambrazo que te dejaba seco en un espacio donde incluso está prohibido fumar, restricción inteligentemente obviada en muchos lugares de Berlín. La descarga, doy fe, no era una broma.
Algo similar sucedió el viernes con Mario de Vega y su performance Thermal. Una estructura de cuatro altavoces y cuatro microondas, cada uno lleno con materiales que al ser estos encendidos, entraban en combustión. Esta actividad electromagnética era a la vez amplificada y manipulada en directo. Con todo el hall oliendo a chamusquina, una intensidad de bajos considerable y mirando de frente a cuatro microondas en llamas que caían al suelo por efecto de la extrema vibración, lo primero que sentías era el temor a una explosión inminente.
Como en el caso de la obra de Ben Woodenson, una vez pasado el temor inicial, se evidenciaban las dudas, primero, sobre la cultura del miedo y la precaución. Dudas por otro lado que afectan más al imaginario audiovisual de las catástrofes. Sin embargo estas catástrofes en las que las máquinas nos amenazan, se volvían domésticas, cotidianas y un poco más reales.
El resto del programa de The Ghost in the Machine se extendía sobre una desconfianza bien distinta a los medios digitales. El jueves el programa de ideomotoric chatroom + The Glitch Moment(um), exponía esa desconfianza con el medio a partir del glitch y el ruido, la estetización del error y la aleatoriedad. La perfomance de Rosa Menkman presentó una interpretación poética, colorida y emotiva del glitch, un ejercicio conciso y envolvente en su duración justa, algo importantísimo en este contexto.
El viernes y el sábado, la programación en el auditorio se centró en el Joshua Light Show, preparado en colaboración con CTM. Esta parte del programa se presentaba como homenaje a Joshua White, que se convirtió en el residente «visualista» residente del Fillmore East de Nueva York en los 60, donde hizo espectáculos luminosos con líquidos y otros medios analógicos para la jet-set del rock psicodélico. En esta ocasión se presentaba el acompañamiento de Oneohtrix Point Never y Manuel Göttsching.
También en la relación de estos dos artistas era sencillo trazar opuestos, el tema constante de toda la programación. En el caso de Oneohtrix, las decostrucciones violentas de melodías clásicas, no terminaban de casar con los flujos líquidos de la pantalla, lo que al final terminaría agradeciendo en la actuación del sábado.
Lo que hasta ese momento parecía una postura de desconfianza y revisión del medio digital a través de la reformulación de las tecnologías analógicas, se convirtió en un ejercicio de revival.
En el momento en que una buena parte del patio de butacas se encontraba reservado (no había pasado esto en los días enteriores), y que el ambientillo en la platea se asemejaba demasiado al de la fraternal irrelevancia de una feria de venta de cuadros, saltó nuestra desconfianza.
La primera parte de la actuación, contundente. La cosa, sin embargo, se torció cuando Manuel Göttsching sacó su guitarra y una asistente apareció en el escenario moviéndose muy despacio ataviada con un auricular de regidora, una cámara de mano y una falda de lentejuelas. Lo que esta grababa se reproducía manipulado en la pantalla, mientras se oía murmurar la indignación entre el público, con aquello que a ratos parecía un espectáculo de mimo, o, peor aún, una danza Butoh. Una parte del público se fue, pese a que se había solicitado que nadie se moviese de su asiento.
Con todo da para preguntarse por las intenciones de semejante proyecto. Envueltos en la solemnidad de la última Light show, su comisaria Sandra Naumann exponía que en los 70 no había móviles, por lo que para mejorar nuestra experiencia «no photos, no video, and absolutely no streaming». Poco después una espectadora que no había vivido en los 70 saltaba, literalmente, sobre mi asiento para espetar a otro espectador que había osado encender su smartphone.
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