En un texto anterior se nos ocurrió plantear algunas posibles relaciones entre arte inmersivo, cine, infancia y primitivismo. Debemos ahora, forzosamente, referirnos a François Truffaut.
¿Truffaut y el arte inmersivo? En su valiosa monografía sobre el director francés, Anette Insdorf escribe que “incluso como niño, [Truffaut] sentía una enorme necesidad de entrar en las películas —una necesidad que el satisfacía sentándose cada vez más cerca de la pantalla”. Y, ciertamente, Truffaut se metió en buena parte de sus películas (¿en todas, acaso?), a menudo a través de su alter ego, el personaje de Antoine Doinel, interpretado por Jean Pierre Léaud, en una serie de trabajos distribuidos a lo largo de veinte años: Les quatre cents coups (1959), el fragmento titulado Antoine et Colette de L’amour à vingt ans (1962), Baisers volés (1968), Domicile conjugal (1970) y L’amour en fuite (1979). ¡Hasta un arrogante Steven Spielberg afirma de Truffaut “He was exactly like his movies!».
Quizá nos estemos alejando demasiado de la voluntad “anti-representacional” característica de cierto arte inmersivo al aproximarnos al trabajo de un contador de historias como fue Truffaut. Aunque… ¿qué nos narra, exactamente, la secuencia final de Los cuatrocientos golpes —tan parecida en su inicio, por cierto, a algunos trabajos de E. Muybridge—? ¿Estamos, de nuevo, ante la misma carrera de siempre? “Todo puede resumirse en el acto de huir”, escribe Sandra Santana.
Debemos hablar, ahora, de L’enfant sauvage (El pequeño salvaje), una película —como el poema antes citado— repleta de huidas y de ventanas, hasta el final. De nuevo: cine, infancia, primitivismo… y un Truffaut literalmente inmerso en la película. La historia de Victor de l’Aveyron, filtrada por el relato del Dr. Jean Itard, sirve a Truffaut para recrear y elaborar los recuerdos del internamiento que, como niño, el propio cineasta hubo de experimentar en un centro de menores tras cometer varios hurtos. Pero es que, además, el propio Truffaut asume en la película, como intérprete, el rol del Dr. Itard:
El Doctor Itard manipulaba a aquel niño y yo quería hacer eso por mí mismo, aunque es posible que esto tuviese una significación más profunda. Hasta L’enfant sauvage, cuando introducía niños en mis películas, yo me identificaba con ellos, pero en este caso, por primera vez, me identificaba con el adulto (con el padre, además), hasta el punto de dedicarle la película a Jean-Pierre Léaud debido a que este pasaje, esta intermediación, se hizo totalmente clara para mí, evidente.
Junto a esa entrevista con Aline Desjardins, conviene citar otra —recogida por Dominique Rabourdin—, donde Truffaut comenta que “(e)n cuanto a aquella experiencia, no me siento como si hubiese interpretado un papel, sino que simplemente dirigí la película desde ‘delante’ de la cámara en lugar de desde ‘detrás’, como es habitual”.
“No me siento como si hubiese interpretado un papel”. La película, absolutamente teatralizada —pero con cierta apariencia documental—, problematiza constantemente los límites de la representación. Y es que su protagonista, Víctor (quizá, nos diría Lacan, por no haber superado “El estadio del espejo”), no puede formar parte de nuestro mundo —el de lo representado, lo simbólico—, al igual que nosotros no podemos escapar de él. Víctor está, por tanto, absolutamente inmerso en su realidad, sumido en una infancia perpetua, y sin posibilidad de trascenderla o rebasarla simbólicamente.
Courtney Hoskins describe así una escena fundamental de L’enfant sauvage:
En un momento muy importante de la película, vemos al doctor mirando a Víctor a través de una ventana. Esta ventana coloca a Víctor en un marco, como si fuese una obra de arte esperando ser interpretada. El doctor sostiene una vela: su luz artificial. Víctor, por su parte, contempla la Luna: su luz natural. El doctor mira entonces hacia la Luna, en un intento de comprender su significado, pero mantiene la vela en su mano y permanece tras la ventana. Aunque ama al niño, no puede estar presente en su mundo porque no lo entiende.
Falta, en este pasaje, la referencia a la otra gran ventana que media entre nosotros y todos estos fenómenos, la pantalla de cine, y a la otra luz que mantiene esa ilusión, la del proyector.
Truffaut escribió que “Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma”. Pero, ¿es que es aún posible, al menos para un adulto, experimentar la vida misma? ¿Acaso no es ya, todo, representación?
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