Más allá de la mera producción de sonido, el gesto refuerza la emoción, encarna la voluntad de sonar en sintonía con el espacio vibrante. Ya sea en las apasionadas interpretaciones de Liszt, caricaturizadas por János Jánko, en la meticulosidad rítmica de los Taiko japoneses o en los vistosos aspavientos del Air Guitar, el movimiento ayuda al intérprete a mostrarse-inmerso proyectando el cuerpo sobre el instrumento.
Tras la segunda revolución industrial la electricidad se convertía en la vía sobre la que construir el futuro mostrando un potencial que Lenin profetizaba como el reemplazo de Dios. Una conquista prometéica que no sólo “iluminará” el mundo, sino que cambiará definitivamente la forma de relacionarnos entre nosotros y con nuestro entorno, alcanzando una omnipresencia cotidiana.
En este contexto algunos científicos se convertirán en Luthiers para afinar las oscilaciones eléctricas y construir instrumentos que respondan a estas expectativas (Tehlarmonium, Spharophon, Ondas Martenot, Trautonium, Organo Hammond, …) coincidiendo con los primeros estudios realizados por Binet y Courtier (1895), Ebhardt (1898), Sears (1902)… que trataban de cuantificar la variable del movimiento en la interpretación musical. Es precisamente en medio de estas dos líneas de investigación donde encuentra su lugar la aportación del inventor ruso Léon Theremin que si bien no ofrece una tímbrica alejada de los sinusoidales diseños de algunos de sus coetáneos, propone un peculiar interface dotado de dos antenas que generan campos electromagnéticos. De este modo se favorece una relación más intuitiva del músico con el instrumento basada en la gestualidad en lugar de en el contacto, cualidad que se acentúa en el Terpsitone, una versión de mayor tamaño pensada para convertir en sonido los movimientos coreográficos de los bailarines.
Casi cien años después del instrumento diseñado por Theremin el panorama no parece muy diferente si atendemos a la avalancha de controladores que provistos de faders, switches, knobs… invaden el mercado reproduciendo la apariencia de sus equivalentes analógicos en una especie de nostalgia de lo táctil, mientras que la búsqueda de nuevos interfaces mediante la desintegración/desobjetualización de la idea tradicional de instrumento musical queda relegada a prototipos que rara vez llegan de los foros especializados (NIME), laboratorios de las universidades y centros tecnológicos a los escenarios.
No obstante son muchos e interesantes los intentos por replantear la dicotomía cuerpo/artefacto como The Hands de Michel Waisvisz (STEIM), el exoesqueleto Gipsy de Sonalog o la cuantiosa colección de dispositivos de Hyperinstruments entre los que destaca la Sensor Chair y The Gesture Wall, utilizados en Brain Opera de Tod Machover. Gran parte de los dispositivos diseñados por este grupo del MIT demuestran un interés por el carácter pedagógico y lúdico de la performance, aspectos que también podemos encontrar en ciertos trabajos llevados a cabo en el contexto del circuit bending y el physical computing (Arduino) así como en la reutilización de los controles dotados de acelerómetros que ofrecen ciertas consolas comerciales en entornos como Pure data o Max/Msp y el uso del Open Sound Control.
Pero son proyectos como los propuestos por Alvin Lucier –Music for solo performance (1965)-, David Rosenboom –Brainwave music (1971)- o la Sensorband de Atanau Tanaka, donde se aprovecha el biofeedback mediante el uso de sensores conectados al cuerpo, o aquellos basados en la captura de los movimientos de danza que convierten el espacio en instrumento –EyesWeb project (InfoMus Lab), Reverso de Jaime del Val…- los que más se acercan a la desmaterialización del instrumento ofreciendo una mayor inmersión performativa y aproximándose en ocasiones al ámbito de la instalación sonora.
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