La cosa viene de antiguo. Ese particular tipo de relación con lo sonoro que podemos denominar inmersiva —a falta de una mejor expresión— ha acompañado al hombre desde tiempos prehistóricos. Desde tiempos, por tanto, en los que aún nadie había imaginado algo tan pintoresco como pensar que el sonido, la imagen y el espacio podían ser cosas separadas, diferentes.
Investigadores como Iégor Reznikoff, Michel Dauvois o Leigh Dayton han analizado “las cualidades sonoras de cuevas prehistóricas que podrían haber aprehendido y utilizado quienes las decoraron durante el Paleolítico Superior. […] El estudio ha tenido en consideración la conexión entre, por una parte, el lugar escogido para las pinturas rupestres y, por otra, la acústica de las cuevas, y particularmente los puntos con mayor resonancia”. Primero se observó que “la mayor parte de las pinturas se ubican en los lugares más resonantes, o en su inmediata proximidad”. En segundo lugar, “en la mayoría de los lugares idóneos para las resonancias aparecen pinturas”. Finalmente, “ciertos signos sólo resultan explicables en relación con el sonido”.
Esta fusión primigenia entre lo acústico, lo visual y lo espacial (y alguna cosas más, como veremos) enlaza con algunos planteamientos recientes del llamado arte de los nuevos medios caracterizados, como decíamos, por su vocación inmersiva.
Lo religioso —de nuevo, a falta de una mejor expresión— está, desde luego, entre esas otras cosas que, en el remoto periodo al que nos referíamos, no podían aún distinguirse de esa experiencia acústico-visual-espacial analizada por Reznikoff , Dauvois y Dayton. Lo religioso, entendido en un sentido antiguo, posiblemente previo —incluso— al animismo. Pero un sentido, a su vez, popularizado en las últimas décadas por movimientos tipo New Age, sagas cinematográficas y otras prácticas altamente lucrativas.
Estas idas y vueltas, religiosas y estéticas, a través de la Historia pueden hacernos olvidar el carácter sumamente excepcional —y raro, en el sentido más pleno de esta palabra— de los mecanismos de representación en que se asientan estas prácticas, tal y como magistralmente escribe Félix de Azúa:
Lo que es indudable es que en algún momento los humanos necesitaron (¿necesitamos? ¿seguimos siendo humanos como ellos o hemos dejado ya atrás esa tan particularmente frágil condición?) y por lo tanto produjeron, imágenes. ¿Por qué, con qué finalidad? Ninguna hipótesis hasta ahora resiste el análisis. Sólo podemos aventurar que las imágenes nacieron (y nacieron perfectas) cuando los humanos sintieron la irresistible necesidad de ver hacia fuera, de manera que se convirtieron en “el punto de vista”, el lugar orográfico desde donde “se ve”. La aparición de las primeras imágenes inventa la visión (en absoluto lo contrario) como un instrumento ya propiamente técnico para ampliar nuestro cuerpo.
El paso previo para representar el mundo (y, en este punto, parece irrelevante que de ese mundo que exige ser representado se seleccione un caballo o, más bien, se intente recrear lo que hoy llamaríamos —con tono refitolero— un “ambiente”) es, efectivamente, posicionarse fuera de ese mundo. Solamente desde fuera puede sentirse la necesidad de una inmersión.
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