Igual que existe un precine —la historia de la imagen en movimiento anterior a la primera proyección cinematográfica pública, que tuvo lugar en diciembre de 1895— también existe una prehistoria de la inmersión audiovisual. Pero, ¿cómo decidir qué fecha marca el fin de la prehistoria y el comienzo de la historia? Quizás, para mantener el paralelismo con el cine, la fecha escogida podría ser enero de 1896, la primera proyección pública de L’arrivée d’un train à La Ciotat. A ojos de un espectador moderno, esta película de los hermanos Lumière no es más que un ejemplo de cine mudo que muestra un tren llegando a una estación, pero los espectadores de esa época, poco familiarizados con el medio, gritaban y huían despavoridos pensando que el tren se dirigía directamente hacia ellos.
No obstante, existen ejemplos de inmersión audiovisual muy anteriores, de hecho, si nos remontamos a los verdaderos inicios tenemos que empezar hablando del paleolítico. Existen estudios arqueológicos que afirman que las pinturas rupestres no sólo aprovechaban el relieve de la piedra y la luz parpadeante de las antorchas para crear una sensación de profundidad y movimiento, sino que tenían en cuenta incluso las propiedades acústicas del entorno.
Más tarde, en la Roma antigua, era habitual que las casas de las clases pudientes estuviesen decoradas con frescos, y algunos de los más espectaculares son precisamente los que respondían a intenciones inmersivas. Un buen ejemplo podría ser la decoración de una de las habitaciones de la Villa de Livia en Prima Porta (circa 20 a.C.), pensada como jardín ‘virtual’. El realismo y la variedad de las diferentes especies se veían subrayados por el hecho de que no existía la posibilidad de comparar la pintura directamente con el exterior (era una estancia subterránea sin ventanas y la luz entraba por una pequeña apertura justo debajo del techo).
Este tipo de decoración de interiores se utilizó durante muchos siglos en palacios y casas de nobles y burgueses, y —al contrario que el trompe l’oeil, que funciona dentro de un marco delimitado— su principal objetivo era crear un espacio ilusorio de 360º.
A partir del siglo XV, este sistema dio un paso más allá con el añadido de elementos tridimensionales que salían de la superficie de la pintura, una técnica que más tarde fue bautizada como faux terrain. Una buena muestra de esta tendencia es el Santuario del Sacro Monte de Varallo, una iglesia fundada en 1491 que incluye frescos y figuras de madera que recrean algunas escenas de la Biblia.
Ya en el siglo XVIII, este tipo de técnicas pasaron del ámbito particular al público, especialmente en forma de panoramas enmarcados dentro de la industria del entretenimiento y el espectáculo. Los panoramas son imágenes de 360º que buscan una inmersión visual completa. En un principio eran pinturas pensadas especialmente para investigaciones y planificaciones militares (como casi todo en la historia del multimedia… ), pero con el tiempo fueron sofisticándose hasta incluir efectos de sonido, luz, viento y humo artificial. En el siglo XIX llegaron a tener tanto éxito que se construían edificios circulares para albergarlos, hacían giras por toda Europa durante años, hasta que los lienzos se desdibujaban y rompían, e incluso se vendía papel de empapelar con escenas panorámicas.
Las primeras técnicas de visualización 3D también surgieron en el siglo XIX. En 1838, Charles Wheatstone publicó un estudio con la base científica de la estereografía, además de hacer las primeras pruebas con dibujos. Alrededor de 1850, ya se habían vendido más de medio millón de estereoscopios, un dispositivo que permite ver una imagen tridimensional creada a partir de dos fotografías ligeramente diferentes.
Lo cierto es que aun hoy en día tanto los panoramas como el 3D se explotan mucho más dentro del ámbito de la industria que con intenciones verdaderamente artísticas, quizás debido al elevado coste que implican, pero también es cierto que a veces es complicado saber dónde está la frontera entre el espectáculo y el arte…
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