Uno de los efectos más notables del desarrollo tecnológico asociado con la captación/reproducción/transmisión del acontecimiento sonoro es el de crear desplazamientos en un evento de naturaleza eminentemente temporal provocando “un punto infinitamente delicado en la textura de la realidad” (Rilke), así como el de facilitar múltiples situaciones de deslocalización mediante su capacidad esquizofónica (Schafer) especialmente acentuada por la transitoriedad que aportan los dispositivos de escucha móvil y el uso de los “cascos”. Este sistema, derivado de los primeros utensilios estetoscópicos modernos que permitían situar el interior de un cuerpo en el campo de nuestra escucha, transmitir el funcionamiento de un órgano a otro órgano (Stankievech), pronto se aplicó en los primeras receptores de radio como una forma de asegurar la “privacidad” acentuando la tendencia de las “técnicas auditivas” a la “individualización del oyente”, generando un “espacio personal” (Sterne) en el que más tarde el Narciso posmoderno construirá su liberación “envuelto en amplificadores, protegido por auriculares, autosuficiente en su prótesis de sonidos graves” (Lipovetsky), siendo el silencio y la espacialización los dos principales artificios que acentúan el carácter inmersivo de esta experiencia.
Así los auriculares antes que nada son generadores de “vacío” al ofrecer un aislamiento “anecoico” que hace posible la escucha íntima gracias a un doble bloqueo -siempre variable mediante el control del volumen-; el de no escuchar y el de preservar lo que escuchamos en relación a la realidad acústica circundante, lo que provoca una escisión no sólo física sino también social como explica Frances Dyson; “el sonido es desocializado, y la amenaza de una mente superpoblada o el estruendo de lo social son reducidos temporalmente”. De hecho la búsqueda de esta autoreclusión ideal es la meta que parece haberse fijado la industria con el desarrollo de sistemas de cancelación de ruidos y de transmisión osea, suponiendo este último para Slavoj Žižek lo más próximo a la percepción de lo Real lacaniano (Žižek).
Al mismo tiempo el estándar binaural permite generar la sensación de que el sonido transita libremente en el interior de nuestra cavidad craneal, haciendo virtualmente posible la creación de espacios cuya autonomía es reforzada cuando se independiza el campo acústico del visual y de las funciones propioceptivas. En los últimos años se han desarrollado diferentes técnicas, como la Holofonía o la síntesis HRTF, que buscan generar una hiperrealidad basada, no tanto en la fidelidad al sonido grabado -una aspiración constante en los trabajos de sonidistas como Gordon Hempton o Walter Tilgner comprometidos con la fonografía de sesgo más ecoacústico- como en su comportamiento espacial, dimensión que han experimentado artistas como Bernhard Leitner, Keiichiro Shibuya o Ryoji Ikeda.
Un planteamiento diferente es el de Dallas Simpson cuyos trabajos son un claro ejemplo tanto de la celebración de la escucha “dislocada” como de la exaltación del acto de la captación sonora y de la subjetividad del micrófono que evidencia a través de sus performances binaurales.
Por último la sencillez y la portabilidad de los auriculares permite una serie de interferencias entre el espacio acústico virtual y el espacio recorrido a partir de cuya superposición e intersecciones es posible generar toda una serie de significados nuevos sobre el territorio “recomponiéndolo a través de comportamientos espacio-fónicos” (Thibaud), un recurso del que hacen uso Janet Cardiff y George Bures Miller en sus Audio walks, los Soundwalks de Cilia Erens o la aproximación a los inaudibles de Christina Kubish.
buen artículo!
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