Haciendo arqueología de la música visual, me encuentro a veces con joyas como esta que el futurista Bruno Corra escribió en 1912, en la que incluso habla de un experimento de mapping proyectando en un cubo en lugar de en la típica pantalla plana. Desgraciadamente, no se conserva ninguna documentación gráfica (las ilustraciones son del libro de 1845 Chromatics: Or, the Analogy, Harmony, and Philosophy of Colours, escrito por George Field):
Se podría decir que la única visualización del arte del color que se está utilizando ahora mismo es la pintura. Una pintura es una mezcla de colores colocados en relaciones recíprocas con el fin de representar una idea (habréis notado que he definido la pintura como el arte del color. Para ser breve, no voy a hablar de la línea, un elemento tomado de otro arte). Se puede crear una forma de arte pictórico más moderna y rudimentaria disponiendo masas de color armoniosamente sobre una superficie, con el fin de dar placer a los ojos sin representar ninguna imagen.
Esto se correspondería con lo que en música se denomina armonía. Por lo tanto, podríamos llamarlo armonía cromática. Estas dos formas artísticas, la pintura y la armonía cromática, son espaciales. La música nos habla de la existencia de algo radicalmente distinto, la mezcla de tonos cromáticos presentados sucesivamente, un motivo de colores, un tema cromático. No voy a hablar, porque no es necesario, de una cuarta forma artística correspondiente al drama musical que daría lugar al drama cromático.
Hace dos años, después de que fuese establecida esta teoría, decidimos ponernos a crear en serio una música de colores. Para dar forma a estas ideas, empezamos a pensar en los instrumentos, que quizá no existían, y que tendríamos que fabricar a medida. Recorrimos un camino no transitado dejando que, en general, nos guiase la intuición, pero siempre, para no desviarnos, continuando al mismo tiempo con nuestro estudio de la física de la luz y del sonido, a través de los trabajos de Tyndall y otros muchos.
Obviamente, aplicamos y explotamos las leyes del paralelismo entre las artes, que ya habían sido determinadas. Durante dos meses, cada uno de nosotros estudió en privado sin explicar sus resultados. Luego, presentamos, discutimos y agrupamos nuestras observaciones. Esto confirmó nuestra idea, que de todos modos era anterior a nuestro estudio de la física, de adherir la música y transferir su escala templada al campo del color.
No obstante, sabíamos que la escala cromática consta de una sola octava y que, por otro lado, el ojo, al contrario que el oído, no posee el poder de la resolución (aunque, repensando este punto, me doy cuenta de que tengo reservas). Sentimos la necesidad de subdividir el espectro solar, aunque fuese de forma arbitraria y artificial (ya que el efecto surge principalmente de las relaciones entre los colores que impresionan al ojo). Para ello, seleccionamos cuatro gradaciones de cada color con una distancia uniforme entre ellas. Elegimos cuatro rojos a distancias uniformes en el espectro, cuatro verdes, cuatro violetas, etc. De esta manera, conseguimos ampliar los siete colores en cuatro octavas. Después del violeta de la primera octava, venía el rojo de la segunda y demás.
Para traducir todo esto a la práctica, utilizamos una serie de 28 bombillas eléctricas de colores, correspondientes a 28 teclas. Cada bombilla tenía un reflector alargado: los primeros experimentos fueron realizados con la luz directa de las bombillas, y los siguientes con una lámina de vidrio deslustrado delante. El teclado era exactamente igual al de un piano (pero menos largo). Cuando se tocaba una octava, por ejemplo, se mezclaban dos colores, igual que se mezclan dos sonidos en un piano.
Cuando probamos este piano cromático, nos dio buenos resultados, tanto que al principio nos imaginamos que habíamos resuelto el problema definitivamente. Nos divertimos buscando todo tipo de mezclas cromáticas, compusimos varias sonatinas de color —nocturno en violeta y matinal en verde. Tradujimos, con las modificaciones necesarias, una Barcarola veneciana de Mendelssohn, un rondó de Chopin y una sonata de Mozart.
Al final, después de tres meses de experimentos, tuvimos que admitir que con esos medios no era posible realizar más progresos. Conseguimos resultados elegantes, ciertamente, pero nunca hasta el punto de que nos cautivasen de verdad. Solo teníamos a nuestra disposición 28 notas y las fusiones no funcionaban bien, las fuentes de iluminación no eran lo suficientemente potentes, y si usábamos bombillas más potentes el exceso de calor las descoloría en solo unos días y teníamos que colorearlas exactamente igual, lo que nos hacía perder mucho tiempo. Nos dimos cuenta de que, para obtener efectos orquestales amplios que pudiesen convencer a la masa por sí mismos, teníamos que contar con una intensidad de luz realmente sorprendente. Solo en ese caso podríamos pasar del experimento estrictamente científico a la práctica.
Empezamos a pensar en el cine, porque nos parecía que ese medio, ligeramente modificado, nos podía ofrecer resultados excelentes —porque la potencia de su luz es la más intensa que uno puede desear. También resolvía el otro problema referente a la necesidad de tener cientos de colores a nuestra disposición, porque explotando el fenómeno de la persistencia retiniana podíamos conseguir que varios colores se fundiesen en un todo en nuestros ojos. Para conseguir esto bastaba con pasar todos los colores de la composición frente al objetivo durante menos de una décima de segundo. De esta manera, con un instrumento cinematográfico sencillo, con una máquina de dimensiones reducidas, podíamos obtener los numerosos efectos de las grandes orquestas musicales, una verdadera sinfonía cromática. Al menos en teoría.
En la práctica, después de comprar una cámara y cientos de metros de película, eliminar la gelatina y aplicar el color, los resultados fueron desiguales. Para conseguir una secuencia uniforme, gradual y armoniosa de temas cromáticos, tuvimos que eliminar la palanca giratoria y deshacernos del movimiento del obturador, y esa fue exactamente la razón por la que falló el experimento. En lugar de la maravillosa armonía que esperábamos, sobre la pantalla explotó un cataclismo de colores incomprensibles. Solo entendimos la razón después.
Volvimos a colocar todas las piezas que habíamos sacado y decidimos colorear la película dividiéndola en franjas, cada una de ellas tan larga como el espacio entre cuatro perforaciones, lo que —al menos en las películas de la Pathé— corresponde a un giro completo de la palanca. Preparamos otra película y volvimos a intentarlo. La fusión de los colores era perfecta, y eso era lo importante. El efecto final en sí no era tan bueno, pero ya nos habíamos dado cuenta de que en ese sentido no podíamos esperar mucho más, a no ser que tuviésemos la habilidad, algo que solo se adquiere con mucha experiencia, de proyectar mentalmente en la pantalla el desarrollo de un motivo a medida que lo aplicábamos gradualmente con el pincel al celuloide. Esta habilidad implica fusionar muchos colores en uno mentalmente y diseccionar el tono en todos sus componentes.
Llegados a ese punto, viendo que nuestras experiencias nos habían llevado a un camino firme, sentimos que era necesario tomarnos un descanso para mejorar la máquina que estábamos utilizando. No habíamos cambiado nada del proyector. Simplemente cambiamos la lámpara de arco que habíamos usado hasta entonces por otra lámpara de arco tres veces más potente.
Realizamos varios experimentos con la pantalla, usando un lienzo blanco sencillo, un lienzo blanco empapado en glicerina, una superficie de aluminio, un lienzo cubierto de empaste que generaba, por culpa de los reflejos, una especie de fosforescencia, y una jaula más o menos cúbica de gasa muy fina que era penetrada por los rayos de luz, lo que generaba un efecto fluctuante de nubes de humo blanco. Al final, volvimos a un lienzo blanco estirado sobre una pared.
Sacamos todos los muebles de la habitación y pintamos toda la sala, las paredes, el techo y el suelo, de blanco. Durante los ensayos nos cubrimos con sábanas blancas (dicho sea de paso: una vez quede establecida la música cromática, bien gracias a nuestros trabajos o a los de otros, surgirá una moda que animará a los espectadores bien vestidos a acudir al teatro vestidos de blanco. Los sastres ya pueden empezar a trabajar ahora mismo). Hasta la fecha no hemos sido capaces de conseguir mejores resultados, y hemos seguido trabajando en nuestra habitación blanca que, en cualquier caso, es adecuada.
Antes de describir, ya que no puedo contenerme, las sinfonías de color más recientes, intentaré dar al lector una idea de cómo queda, aunque será muy distinta al efecto del encuentro con los colores a lo largo del tiempo. Voy a explicar al lector varios bocetos que tengo a mano de una película que llevamos tiempo planeando. Esto precederá a las actuaciones en público, acompañadas por las explicaciones necesarias (consistirán en 15, más o menos, motivos cromáticos muy sencillos, cada uno de ellos de un minuto de duración dividido a partir del siguiente. Esto servirá para comunicar al público la legitimidad de la música cromática, para ayudar a que entienda sus mecanismos y se coloque en el estado de ánimo adecuado para disfrutar de la sinfonía de color que seguirá a continuación, sencilla al principio, y después poco a poco más compleja).
Tengo a mano tres temas cromáticos dibujados en tiras de celuloide. El primero es el más sencillo que se podría imaginar. Tiene solo dos colores complementarios: verde y rojo. Al empezar, toda la pantalla está verde, y después aparece en el centro una estrella pequeña roja de seis puntas. Esta gira sobre sí misma, las puntas vibran como tentáculos y se alargan, se alargan hasta llenar toda la pantalla. Ahora toda la pantalla está roja, y entonces inesperadamente una erupción de puntos verdes estalla por todas partes. Estos crecen hasta absorber todo el rojo y dejar toda la pantalla verde. Esto dura un minuto.
El segundo tema tiene tres colores: azul claro, blanco y amarillo. En un campo azul, dos líneas, una amarilla y otra blanca, se mueven, se curvan juntas, se separan y se curvan hacia arriba. Después se ondulan una hacia a otra y se entrelazan. Este es un ejemplo de tema lineal, a la vez que cromático.
El tercero se compone de siete colores, los siete colores del espectro solar en forma de cubos pequeños organizados inicialmente en una línea horizontal en la parte baja de la pantalla, sobre un fondo negro. Se mueven en pequeños tirones, se agrupan, chocan, se rompen y se vuelven a unir, se reducen y se amplían, forman columnas y líneas, se interpenetran, se deforman, etc.
Y ahora lo único que queda es informar al lector de nuestros experimentos más recientes. Estas son dos películas, ambas de unos doscientos metros. La primera se titula El arco iris. Los colores del arco iris son el tema dominante, que aparece ocasionalmente de varias formas distintas con una intensidad cada vez mayor hasta que al final explota con una violencia deslumbrante. Al principio la pantalla está gris, después sobre este fondo gris aparece gradualmente una agitación muy ligera de temblores radiantes que parecen salir de las profundidades del gris, como burbujas en un manantial, y cuando llegan a la superficie explotan y desaparecen. Toda esta sinfonía está basada en este efecto de contraste entre el gris nublado del fondo y el arco iris, y la lucha entre ellos. La lucha aumenta, el espectro, sofocado bajo vórtices cada vez más negros que ruedan del fondo al primer plano se las arregla para liberarse, parpadea y luego desaparece otra vez para reaparecer más cerca del marco. Finalmente, hay una inesperada desintegración polvorienta, el gris se desmenuza y el espectro triunfa en un remolino en espiral que luego desaparece enterrado bajo una avalancha de colores.
La segunda se llama El baile y los colores predominantes son el carmín, el violeta y el amarillo, que se unen, separan y enlazan hacia arriba continuamente en piruetas ágiles como las de una peonza.
Ya está. No tiene sentido seguir escribiendo más, porque lo único que voy a conseguir es dar una ligera idea de los colores. Os lo tenéis que imaginar vosotros mismos.
Lo único que puedo hacer es abrir el camino, y creo que lo he conseguido, aunque solo sea un poco. Me gustaría añadir algunos comentarios sobre el drama cromático, con el que hemos realizado algunos experimentos interesantes, pero entonces me extendería mucho. Quizá los trate en otro texto sobre la música del color que espero que, junto a este, preparará al público para juzgar tranquilamente las sonatas que pronto verá en el teatro.
¿Hay gente en Italia a la que le interesen realmente estas cosas? Si es así, escribidme, estaré encantado de explicaros a todos lo que no he podido escribir aquí (que es mucho) y que allanará el camino.
«Cine abstracto – música cromática», Bruno Corra. Publicado originalmente en la revista Il pastore, il gregge e la zampogna, 1912.
Leave a Reply
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.